Me observaba desde la tenue oscuridad de la habitación, con sus ojos verdes pidiendo auxilio. Estaba acurrucado en el sofá, arropado por un silencio sepulcral que tejía la colcha blanca y pura que le resguardaría del mal. Mientras la muerte rondaba como un alma en pena entre las cuatro paredes, sentía su calor en mi regazo. Acariciaba su pelo corto empapado en frío sudor y sus mejillas sonrojadas, a la vez que él apretaba con sus últimas fuerzas mi otra mano. Nuestra compañera, en cada vuelta que daba, recortaba distancia impidiéndome respirar con facilidad. Intentaba controlar el temblor de mis articulaciones, él estaba tranquilo, como si no supiera de su existencia y sus ojos aún desprendían inocencia, devolviendo toda oscuridad que se le acercaba.
Sentía como el corazón se iba tranquilizando, casi no palpitaba, ya no se movía. Había llegado la última vuelta.
Ya nadie acariciaba su dorado cabello, ni otros ojos le miraban, pero seguía agarrado a su mano creyendo que le correspondería, mantenía fijos sus ojos esperando ver los suyos otra vez, intentaba hacer latir su corazón con sus propios latidos, pero nada cambió.
No perdió la esperanza y allí estuvo inmóvil hasta que su compañera terminó de nuevo su recorrido habitual...
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