Él era verano, era salitre y había llegado en mi invierno. Sus ojos habían aparecido como dos faros que ayudan a los náufragos, pero él no me había rescatado o yo no había querido. Me dejé arrastrar por la marea hacia el espigón. Apenas sentía el dolor, solo el vaivén de las olas, el agua inundando mis pulmones. Él mantenía la mirada fija en mi cuerpo, pálido ya. Quieto, un ser inmóvil que rompía la oscuridad cada cinco segundos, mientras las olas rompían el silencio y mis huesos. Esos mismos segundos los aprovechó la marea para llevarme lejos de él, de mi misma, de la vida.
Ahora yo era salitre, aunque seguía siendo el mismo invierno sin rastro alguno de ningún de verano.